La profecía se hizo realidad. George Orwell había imaginado una sociedad en la que todos éramos observados por un "Gran Hermano", tema que luego fue tomado por productores televisivos para generar un programa de televisión, en el que un grupo de personas decidía exponer su convivencia a las cámaras, en un concurso por dinero.
Sin embargo, todo evolucionó más aún. Porque la tecnología fue más allá y ahora todos somos "estrellas" en nuestras redes sociales, mostrando nuestras vidas, y exponiéndonos a la opinión de otros, más alla de la consciencia que tengamos de ello.
Una persona envía un audio lleno de conceptos discriminatorios y, lo que se supone es una conversación privada, comienza a detonar en todos los teléfonos móviles e impactarnos de diferentes maneras. Enojo, risa, indignación, indiferencia, pero la virulencia de la difusión produce que se entere hasta quien no lo recibió, produciendo notas de toda clase en los medios, y provocando una reproducción impensada del dichoso audio, más los chistes y versiones que se realicen sobre él.
Otra persona escribe algo y luego, por la gravedad de los conceptos expuestos o por la incriminación que hace sobre sí mismo, lo elimina. Sin embargo, seguramente seguidores y contactos tuvieron los minutos suficientes para realizar algunas capturas de pantalla y difundir el contenido de ese texto que el autor terminó arrepintiéndose y borrando. La rapidez de la difusión va a depender del nivel que ocupe el autor, la cantidad de seguidores/contactos que tengan los captores de la pantalla y, por supuesto, la gravedad de los dichos.
Alguien camina por la calle y no sabe que es filmado por cientos de cámaras que se instalan para seguridad, pública o privada, o por los celulares que ahora filman en vivo y en directo cientos de escenas de la vida cotidiana, ignorando si la persona que captamos por casualidad no debería estar en ese lugar, o si es conocido de alguien que tenemos en nuestras redes.
Los que a veces decimos "es mi muro y publico lo que se me canta", ya debemos pensar dos veces porque las paredes de estas casas son transparentes y nos exponemos por más medidas de privacidad que pongamos para limitar el público obsevador. Porque alguien se baja la foto a su teléfono, la sube desde otra red social y nadie controla la viralización o el uso que se le puede dar. Porque usan tu material como propio, ya sea la foto del perfil, cosas que escribiste y que nadie se toma el trabajo de poner quién es el autor original, arrogándose la autoría de textos e imágenes, simplemente copiando y pegando algo que le gustó.
Ya no somos dueños de nuestra intimidad, porque no podemos manejar la invasión de la privacidad. Pero no por el uso de la tecnología, porque el morbo existe desde el momento en que Eva (llamémosla así) decidió buscar un lago escondido para darse un baño y Adán (también usemos ese nombre) de casualidad pasaba y, en lugar de respetar la privacidad de Eva, se escondió detrás de unos arbustos para espiarla.
La privacidad murió el mismo día en que le contamos un secreto a alguien en confianza "para que no se lo díga a nadie" y poco a poco el secreto se expande, crece, toma dimensiones desconocidas y regresa a nosotros totalmente deformado por el agregado de suposiciones que le fueron haciendo los oyentes/hablantes.
El mismo morbo que nos produce difundir las fotos de un cadaver recien sacado de un río tras casi 80 días de ahogamiento, en donde sacamos a relucir nuestras artes periciales criminalísticas y decidimos si el cuerpo pertenece o no a la persona buscada, si corresponde que esté en esas condiciones alguien que permaneció tanto tiempo bajo el agua y muchos detalles más que sólo expertos profesionales pueden determinar.
El mismo morbo que nos hizo ver las fotos de un fiscal tirado en un charco de sangre, con las mismas antojadizas versiones, escarbando en su vida privada y corriendo de lado la importancia de su muerte y exaltando qué hacía cuando estaba de vacaciones o fuera de su horario de trabajo.
Ya no somos nosotros, encerrados en cuatro paredes, somos nosotros, con cientos de ojos y oídos, prestando atención a nuestros movimientos y expuestos a la opinión y el escarnio de los demás. Porque todos, hasta el más aburrido de los seres mortales, tiene historias qué contar.
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