sábado, 20 de septiembre de 2014

Carta a mi papá.


Mañana cumplirías 78 años. Y hace 33 que dejamos de vernos, que nunca más supimos uno del otro. Treinta y tres años en los que ambos nos perdimos de muchas cosas, o tal vez no, tal vez esa distancia fue lo mejor que nos pudo pasar.
Alguien, alguna vez, me hizo comprender que quizás no fuiste un tipo feliz. Y que tal vez por eso eras así. Que tal vez nunca nos sentiste "tu familia" porque simplemente te casaste para que dejaran de decirte que tenías que sentar cabeza, que eras la mantequita de tu mamá. A vos, como a mamá, nadie les explicó qué era la convivencia, el amor, la vida. Y, lo reconozco, ambos estaban cerrados en sus posturas. No fueron, mutuamente, la mejor elección que hicieron al casarse. Pero si ustedes no se hubiesen unido, ni Marcelo ni yo estaríamos aquí.
De repente un llamado, un sábado por la noche, me hizo saber que ya no íbamos a tener la oportunidad de nada. Que hasta esa noche existía una remota posibilidad de que te pusieras el orgullo y el machismo en el bolsillo trasero del pantalón y, quién sabe, recomponer un poco esa distancia que todos creamos. Ya no se podía hacer nada. Y, a esa altura, vos eras un desconocido para mí.
Cuando volví al colegio despues de tu partida, no sabía como decir que te habías ido y que yo no sabía donde estabas. Todos mis compañeritos tenían a sus papás y la única nena con padres separados que conocía, veía al suyo. Así que mi respuesta cuando preguntaban por vos fue "se murió". Y casi treinta años después, sentí que la mentira infantil había sido la verdad más profunda que había dicho.
Dolió, me hice daño y estuve mucho tiempo atrincherada, en la sombra, temiendo que me hicieran daño, ocultando toda emoción y sentimiento a cualquiera que se me acercara, porque no quería querer a nadie, porque no quería sentirme vulnerable, porque no entendía y nadie me podía explicar qué pasaba. Tampoco me preguntaron qué me pasaba a mí con esa situación.
Pero la vida tiene su método para que aprendas todas las lecciones que tiene preparadas para vos. Y un buen día, te das cuenta de que encerrarte en vos mismo sólo te hace daño, que te impide crecer, amar y que te amen, ser feliz. Entonces no te queda otro camino que salir a la luz, que puede ser enceguecedora. Pero la única forma es abrir las alas y volar, aunque te caigas y te rompas el alma en el intento. Porque estuviste tantos años metida para adentro, enclaustrada en vos misma, que no tenés defensas ante la ilusión.
Y volvés a golpearte con la realidad. Volvés a sentir todo aquéllo que no querías recordar: la soledad, el abandono, estar en medio de la nada, desorientada y sin rumbo. Pero como empezaste a caminar, no te queda otra que levantarte y seguir buscando tu felicidad. Perdonando. Sobre todo a vos misma. Porque los peores reproches y castigos son los que nos hacemos a nosotros mismos. Y luego, comprendiendo que tal vez nadie quiso hacerte daño, simplemente que la vida, la inmadurez, el orgullo, el egoísmo hicieron que las cosas sucedieran de una forma muy diferente a la que nos relatan en los cuentos y en las novelas.
Crecer duele. Y rearmarse, afuera, en la luz, acostumbrandose a ver la realidad, sin edulcorantes ni efectos especiales, cuesta. Y vas aprendiendo a vivir, despacio, a tu ritmo, a veces sintiendo que estás a destiempo, como si hubieras despertado de un coma profundo despues de 20 años. Todo cambió y vos, a la larga, también cambiaste.
Y de repente, un buen día, la vida te pone frente a frente con tu propia muerte. Ahí es cuando dejás de desperdiciar oportunidades, te sacás de encima tabúes, miedos, prejuicios, y decidís ser feliz.
La primavera nunca fue el mejor día del año para mí. Durante años, me encerraba, sola, enojada, sin comprender qué festejaban los demás, sólo porque ese día era tu cumpleaños. Yo no quería festejar nada. Pero una primavera, hace dos años, salí con la convicción de cambiarle la onda a esa fecha, a volverla un evento feliz. Hablé con tu fantasma y te pedí que esa noche me hicieras un regalo, ese regalo que jamás me diste, ni cuando vivías conmigo. Que fuera esa ofrenda de paz entre los dos, la señal de que aceptabas mi perdón y yo el tuyo.
El regalo llegó de la forma más inesperada. Llegó con lección y todo. Me hizo comprender, aprender y perdonar más cosas de las que pensaba. Me obligó a ponerme en una situación que jamás me hubiera imaginado y ver las cosas desde un punto de vista totalmente diferente.
¡Qué lástima que no hayas podido explicarme vos, con tus palabras, todo eso! Tal vez porque no sabías como decirlo, y la única forma de comprenderlo es vivirlo. No lo sé. Sólo te digo que estamos en paz, que esta carta es testigo de ese perdón y que, donde estés, los cumplas feliz.

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